Una democracia en medio de ciegos, sordos y mudos,
por Margarita María Errázuriz.
En los últimos días, las palabras diálogo y acuerdos han estado muy presentes. Todos esperamos que quienes dialogan no lo hagan como si fueran sordos. También hemos presenciado movilizaciones. Temo que muchos de los que caminan lo hagan como si fueran ciegos. Además, hay un grupo mayoritario que es mudo. No sé cuál situación es peor para una democracia.
Desde esta perspectiva, los acontecimientos actuales nos permiten distinguir tres grandes grupos sociales.
El primero lo constituyen quienes protestan. Las marchas se han convocado frente a situaciones tan concretas como HidroAysén o el tema de la educación. Muchos las celebran, porque estiman que es como salir de un letargo: aplauden que haya movimiento, expresión social. Sin negar lo anterior, en estos casos específicos estimo que los planteamientos de quienes protestan se hacen de forma tal, que afectan la esencia del juego democrático. La convocatoria y el espacio que abren a la agresividad generan una intolerancia que atenta contra un debate informado, capaz de evaluar prioridades mirando el bien común. Este grupo actúa como si no viera lo que sucede alrededor. Ello es grave. Los temas en cuestión son dimensiones estratégicas para el desarrollo del país y la calidad de vida de sus habitantes. Requieren ser debatidos situándolos en el contexto más amplio del cual forman parte. Cabe agregar que, en el caso de los estudiantes, su comportamiento constituye una paradoja: junto con representar una situación extrema en el sistema democrático, dado que en su gran mayoría rechazan la participación electoral —no votan—, son los que más quieren ser escuchados, los que más quieren estar presentes.
El Gobierno y los dirigentes políticos conforman el segundo grupo. Pese al rol que juegan en el sistema democrático, pareciera que no oyen a la ciudadanía. Su discurso presente se focaliza en la necesidad de escucharse, de no obstruir las iniciativas, de hacer avanzar al país. Enfoque que está cruzado por recriminaciones entre coaliciones, entre los partidos y al interior de las colectividades. Todos están enfrascados en evaluar cuánto espacio se abre para el diálogo “entre ellos” frente a propuestas concretas que no necesariamente están vinculadas con los intereses de la ciudadanía, o buscan subsanar el rechazo que ésta les expresa. En medio de dicho rechazo general, muchos juegan al ajedrez político, desprestigiándolos a todos. No escuchan o no quieren hacerse cargo de que lo que se les pide es una profundización del juego democrático.
El tercer grupo es el de los pasivos. Son los que comentan en los pasillos o desde un cómodo sillón. Su característica es que no hablan en público, no se expresan directamente y sus opiniones hay que deducirlas a partir de los resultados que aparecen en las encuestas. De acuerdo con la última realizada por Adimark, rechazan mayoritariamente al Gobierno, a la Alianza por el Cambio y a la Concertación. Sus integrantes parecen observar, o toleran lo que sucede como si no los afectara. Votan cuando corresponde y con ello se dan por cumplidos. No les interesa hacer oír su voz. Esta es la gran mayoría de la población. Creen cumplir con el juego democrático, pero su indiferencia con lo que sucede en la sociedad los hace cómplices de su debilitamiento.
Si la democracia es un modo de vivir basado en el respeto a la dignidad de las personas, a su libertad y a los derechos de todos y de cada uno, la convivencia entre ciegos, sordos y mudos no nos va a llevar muy lejos. Extraña nuestra forma de vivir un bien que para alcanzarlo se ha luchado tanto. Hoy no lo honramos. Cada uno de nosotros, en cualquiera de los grupos que se ubique, debe hacer su propio mea culpa.