El impuesto especifico a los combustibles tiene varias aristas perniciosas, por un lado encarece la producción y la distribución de las manufacturas, además de todos los productos en su llegada a los mercados, empobrecen radicalmente a las clases medias y a los más humildes, aumentan la ya desatada inflación, lo que lo transforma en un tributo retardatario y también en un freno al consumo.
Pero, el precio de los combustibles en Chile tiene poco que ver con el valor del crudo, pues además de una carga tributaria de proporciones desmedidas, el valor de los derivados del petróleo tiene una forma de fijación de precios que nada tiene que ver con los costos de la Empresa Nacional de Petróleo, sino que tiene una incidencia tremenda el precio de venta a público de la zona norteamericana del golfo de México.
Esta sui generis manera de valores está influida, además, por las variaciones del valor de la divisa verde, dólar, y con la aplicación del fondo de Estabilización del Precio de los Combustibles, que en la teoría defiende a los chilenos de las alzas bruscas producidas en los mercados internacionales, pero que en la realidad solo logran que mantengamos de manera permanente valores absolutamente inflados, que son más de un 25% más altos que los que paga el consumidor norteamericano.
Creemos que por necesidades de desarrollo, por conceptos de equidad social, por la innegable prontitud con la que se debe devolver el poder adquisitivo a los consumidores, por el absurdo que resulta tener un Estado cada vez más rico Gobernando sobre ciudadanos cada vez más pobres, es imperioso terminar con este gravamen absurdo que solo hipoteca nuestras posibilidades de crecimiento.
El Ministro de Hacienda, Andrés Velasco, parece tener una rara animadversión a bajar los impuestos en beneficio de los consumidores, así como una extraña predilección por subsidiar a empresas ineficientes en vez de hacerlo con la gente, para que esta, de acuerdo a sus prioridades privilegie los servicios que le proporcionen un mejor servicio, costos más bajos o pueda discriminar en beneficio propio.
Lo anterior queda claramente demostrado con la enfermiza decisión de subsidiar al Transantiago, o de defender el monopolio petrolero estatal, en el que solo se busca el beneficio de empresas a las que el propio Gobierno ha calificado de incumplidoras de los contratos y de proporcionar un mal servicio, pero se niegan a entregárselo a la gente y que esta lo pueda utilizar en otros tipo de transporte.