Chile, una pluralidad,
por Roberto Ampuero.
Aterrizo en Heathrow, Londres, y mi sensación inicial nuevamente es la de que he llegado a una ciudad de la India. Quienes trabajan en las tiendas, agencias, cafeterías y servicios del aeropuerto tienen aspecto indio y no se ajustan a la imagen que el viajero poco informado cultiva de los británicos. Algo semejante ocurre cuando uno llega a Miami. Allí sólo hablan español, no hay rasgos anglosajones en los empleados y uno pareciera haber desembarcado en una ciudad latinoamericana. A un viajero chileno bisoño lo azora la diversidad racial y cultural existente en Nueva York, París, Berlín o São Paulo, algo de lo que supuestamente carecemos por completo en casa.
Por nuestra historia, ubicación geográfica y educación, nos cuesta comprender la diversidad y tendemos a establecer un vínculo mecánico entre raza y país. Un alemán o un francés deben ser blancos, de lo contrario no calzan en el clisé. Estadounidenses de origen hispano a menudo me cuentan que en Chile muchos se sienten defraudados de que, aunque sean gringos, parezcan “peruanos”. Nos desubica la diversidad, tenemos una visión homogénea de los países y tendemos a pensar que la heterogeneidad atenta contra el orden y la eficiencia. Por eso, desde la escuela nos ponen uniforme, y hay también apodos referidos a los rasgos que nos hacen diferentes. Por eso etiquetamos a “los otros” de turco, “Otto” o “negrito”. Por eso abundan tantos chistes sobre otras razas y gente con discapacidades. Nos complica aceptar la heterogeneidad como normalidad.
Las tensiones con grupos mapuches, los desencuentros con pascuenses y las dificultades que de cuando en cuando afloran con atacameños expresan el complicado déficit que arrastramos en materia de convivencia con minorías, además de que revelan una impericia histórica para resolver temas pendientes y reconocerse en “el otro”. Algo similar sufren chilenos que han residido afuera por motivos políticos o económicos. Muchos retornados —con valiosas especializaciones y experiencias de vida afuera— no encuentran espacio y se marchan de Chile. Otros no piensan volver porque se los ignora, aunque ciertos políticos se acuerdan de ellos... cuando se acercan elecciones.
También ignoramos a actores de otras culturas que contribuyeron igualmente a estampar el sello distintivo del país. Chile no está conformado sólo por minorías autóctonas, como pudiera pensarse por las complejas circunstancias que reinan hoy en la Araucanía. También están “las colonias”, curioso nombre para exitosas comunidades que encontraron aquí una nueva patria y cultivan vínculos con su cultura original.
Nada se dice de los millares que, buscando mejores horizontes, llegaron aquí un día con su profesión, talento o capital, y aportaron a la forja de esta nación y su identidad. No hay un día de reconocimiento a su esfuerzo ni legado, ni a la otredad que representan. Preferimos la homogeneidad, mala opción en la era de la globalización y migraciones. Olvidamos que muchos compatriotas llevan en sus venas sangre alemana, croata, española, francesa, griega, italiana, inglesa, judía, libanesa, palestina o siria, y ahora colombiana, cubana o peruana, y que también son Chile. A la formación de este país —un proceso permanente— contribuyeron y siguen contribuyendo diferentes influencias culturales. En las celebraciones de septiembre también se debería destacar esa otra cara de nuestra diversidad.