El vecindario, problema para rato, por Joaquín Fermandois.
En 1959, el Presidente Jorge Alessandri lo planteó con claridad. Chile apoyaba tanto al sistema democrático como a la “no intervención”. Eso sí, la defensa de la democracia no debe interferir con la no intervención. Ésta es una elección propia de un mundo en que conviven sistemas diferentes. Ha habido pocas situaciones en que los principios democráticos se imponen a los de no intervención en las relaciones latinoamericanas. Una de ellas fue el alineamiento con los aliados en la Segunda Guerra Mundial. No era para menos, ya que fue el cataclismo de la centuria. ¿Habrá que añadir que casi la mitad de los países no eran democracias? La otra circunstancia fue la Cláusula Democrática de 1991, reiterada en otras conferencias de la OEA, que pone como requisito irrenunciable tener una democracia para pertenecer a la organización.
Como sabemos, esta cláusula se ha desvanecido con el advenimiento de los movimientos y gobiernos como el de Chávez en Venezuela. Del continente sólo se musitan tímidos reproches, si es que los hay. Cuando algo sucede, en sentido inverso, en un pequeño país como Honduras, entonces de la boca para afuera se hace sentir un coro altisonante de moralina. Luego, ¿hay que descartar una política exterior de defensa de la democracia? ¿O, por el contrario, se debe combatir cualquier amenaza a ella, proceda de una deposición inconstitucional por golpe, o por un acto de transgresión de un Presidente, lo que está de moda?
En la práctica se muestra un grosero doble estándar. Ponerse a la vanguardia de una crítica a la falta de democracia puede conducirnos a una situación como le pasó a otro Presidente de Venezuela, Rómulo Betancourt, que en 1959 se propuso no reconocer a ningún régimen no democrático en el continente, con el resultado de que Caracas casi no tenía relaciones diplomáticas en la región. Lo opuesto, simplemente aceptar la realidad de sistemas no democráticos sin decir ni pío —que es lo que hacemos con el resto del mundo—, diluiría las ideas políticas republicanas y revertiría sobre Chile, ya sea con populismos o con autoritarismos, o la combinación de ambos. ¿Qué hacer?
Tomar el toro por las astas, que significa reconocer cómo ha sido América Latina: una sociedad política inestable, inacabada, aunque lo barbárico no sea su única faz ni mucho menos. En otras palabras, es muy poco probable que nuestros países alcancen una estabilidad como la de Europa desde hace medio siglo. En último término, las crisis políticas han sido la principal fuente de desconfianzas y, finalmente, la causa de por qué en el pasado (para Chile, en el siglo XIX) nos hemos ido a las manos. Como 200 años después de la emancipación seguimos en la misma, aunque en grados diferentes, habrá siempre o casi siempre regímenes democráticos y otros de democracia limitada, o sin rastro de democracia, como la Cuba de Castro.
Ser indiferentes ante los regímenes del continente, o enarbolar la espada de la justicia y de la verdad, no son en sí mismas alternativas realistas. Chile deberá crear una de las verdaderas políticas, aquellas que saben sortear los estrechos entre una tentación y otra. Aprenderá a coexistir con regímenes políticos no democráticos y, al mismo tiempo, mostrar una diferencia visible de trato distinto entre las democracias regulares y aquellas que se van distanciando de este sistema. Con esta finalidad, no se debe perder de vista una discreta coordinación —que nunca será fácil— con los países latinoamericanos democráticos y de políticas exteriores razonables. Sabemos que todo se cimenta en una base vulnerable, como lo ha manifestado nuestra historia.