Hemos descrito muchas veces la corrupción como una enfermedad degenerativa que pudre a las sociedades que han perdido las defensas y caen víctimas de este brutal flagelo.
La infección, una vez instalada, se expande por todo el cuerpo social, por lo que resulta imprescindible atacarla apenas aparecen los primeros síntomas con toda la fuerza de la Nación.
Los peligros son varios, de orden moral, que dejan a la sociedad indefensa ante el ataque del mal, prostituye a la política y convierte en vanos los esfuerzos de quienes juegan limpio.
De orden económico, porque resta la competitividad al país, hace mas difícil la exportación de nuestros productos y porque desincentivan las inversiones que el país necesita.
Pero, siendo graves estas implicancias, todo se transforma en una posible transacción, las instituciones son pasto del dinero, la seguridad ciudadana es amagada por la infiltración de las redes mafiosas en la Policía y la Justicia.
Un caso, en nuestro continente, es el de Colombia, que por hacer “vista gorda” a estas situaciones de anormalidad, ha debido soportar más de 40 años de una guerra inmunda entre el país y el narco-tráfico.
Cuándo este “cáncer” se apodera de algún país se desembozan los innegables vínculos que existen entre descentrados mentales que conforman los grupos extremistas y las bandas que controlan el territorio.
Sin duda, al ver como se ha extendido en todos los ámbitos y esferas, la enfermedad ya se encuentra dentro de nuestro Estado y erradicarla es un esfuerzo que corresponde a las Autoridades y a la ciudadanía todas.
Pensamos que la corruptela es la peor de las herencias que nos dejó el ex Presidente Ricardo Lagos, haciendo abstracción de otras cositas, y que pagaremos con el dolor de parte importante de nuestro pueblo.