lunes, abril 07, 2008
El servicio público en la palestra
Desde hace un tiempo, las columnas de opinión analizan la pérdida de prestigio de la política o de los políticos en general y la baja calidad de la discusión pública.
En estos días aparece también la preocupación por la corrupción o conductas cercanas que se encuentran bajo cada piedra, y por la dificultad de administrar la cuantía de los bienes públicos debido a la falta de modernización del Estado. En mi opinión, todas estas situaciones se explican porque para muchos administradores de la cosa pública su quehacer ha perdido el norte, su razón misma de ser.
El servicio público ha sido siempre considerado como una vocación noble y abnegada. Supone una fuerte inclinación hacia un trabajo en beneficio de los demás o hacia la causa común y, por lo mismo, se entiende que va acompañado de una natural tendencia a dejar al margen las consideraciones personales. Esta es la definición. Cabe preguntarse si alguna vez se ha hecho de estos supuestos una práctica generalizada y, especialmente, si ello sucede en nuestros días.
Los tiempos que corren incitan a anteponer los intereses propios a cualquier otra motivación. Es más, las personas suelen desconfiar de quien dice hacerlo. No es raro, entonces, que hoy el servicio público se entienda y se ejerza de otra forma. Dejó de ser una vocación, para convertirse en una posición, y la diferencia es gigantesca: ya no se proyecta necesariamente al bien común sino al de aquellos con que se comparte; a partir del cargo, se buscan otras oportunidades y, por lo mismo, hay que aferrarse al poder.
En el mejor de los casos, es una mezcla de preocupación pública y de beneficio personal. Como la opinión generalizada es que en el mundo público se trabaja mal, hay una baja disposición a valorar a las personas que se desempeñan en estos cargos como corresponde. Aunque la sociedad los necesita, sus servicios son mal retribuidos.
A pesar de que es burdo generalizar y de que no se duda de que hay funcionarios competentes y dedicados, abundan los ejemplos que contribuyen a diario a fijar estos juicios y a opacar la labor que muchos realizan silenciosamente. El peso de esos comportamientos negativos es tan fuerte, que exige cambiar radicalmente la situación.
La solución viene en camino y las medidas propuestas no son bien acogidas por todos. Hoy se plantea, entre otras iniciativas, elevar el sueldo de los altos empleados públicos a niveles de mercado, profesionalizar decididamente la carrera funcionaria, establecer gobiernos corporativos en las empresas estatales. Todas esas ideas van en una misma dirección: contar con servidores públicos de primera calidad y descansar en la eficiencia administrativa.
Se trata de dar un vuelco de campana a la actual realidad. De aprobarse estas propuestas, se acabarían los cuoteos políticos, las trenzas partidarias, la mutua protección entre quienes ocupan cargos. La sociedad tendría que hacer un importante desembolso, pero nos haríamos un gran favor.
En nuestros días, el servicio bien inspirado requiere de la mirada técnica y profesional. Esta visión técnica será muy bienvenida si permanece unida a la calidad humana que es propia del servicio.
Siendo ambas dimensiones necesarias, hay casos en que el justo equilibrio puede ser complejo. Cuando hay que tomar decisiones, es necesario priorizar y los criterios que fundamentan las distintas opciones pueden entrar en contradicción. Será necesario poner especial cuidado en no saltar de un extremo a otro —del acomodo y las ambiciones personales, al frío celo profesional— y esperar que se encuentre el justo balance, donde lo mejor de acuerdo con los números y sus resultados sea también lo que genera más bienestar a las personas.
Ojalá que las voces que todavía se resisten a las medidas propuestas no ganen la partida. Si queremos reconquistar el respeto por la institucionalidad pública, hay que intentarlo y, además, lograrlo.
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